miércoles, 27 de enero de 2010

la fábula trágica

Jude el oscuro
Thomas Hardy
Traducción de Manuel Rodríguez Rivero
Punto de lectura Madrid 2002
586 pág.

En un mundo de imposición legal como éste, en el que nos ha tocado vivir (una ley dictada por la razón moderna, lastrada por la tradición) las convenciones y tradiciones se separan de los instintos y de la propia voluntad. A finales del siglo XIX en Inglaterra, nuestro presente se estaba fraguando, porque la desigualdad social y económica suprimía cualquier vocación que no se correspondiera con la clase a la que se pertenecía por nacimiento (aunque al menos empezaba a despertar una conciencia de lucha hoy, tristemente, caduca). De eso, entre otras cosas, trata esta novela: la lucha entre lo que se debe realmente hacer y lo que te exigen que hagas. Cuando la exigencia social, llámese convención o costumbre, llámese realidad materialista y desigual, se enmascara de moral y deriva en un legado ético aparece el conflicto. Jude Fawley, nuestro protagonista, simboliza el ansia de sabiduría, desde que lo conocemos de niño despidiéndose con lágrimas en los ojos del profesor de su pueblo, condenado por su falta de medios y por su hábitat rural a soñar lo imposible: estudiar en la universidad; hasta sus treinta años de vida, cuando después de varios intentos y de baches, su formación se ha basado en la experiencia del autodidacta (por ejemplo: aprende latín por su cuenta). Una sabiduría que está en los libros. Y éste es el segundo tema, quizás más relevante que el leit motiv del principio: el aprendizaje (si es que lo hay) no reside en las obras que lees, sino en la huella que te dejan, (esa huella se convertirá en cicatriz abierta una vez se exponga a la realidad demoledora). La experiencia es una combinación de saberes y de adaptaciones más o menos estables que nos recuerdan lo que podremos ser todavía. Jude se casará con Arabella sin cumplir los veinte años, y el matrimonio será un desastre: él para ella representa un pelele, siempre con sus libros de aquí para allá, y con ese espiritualismo tan extraño. El personaje de Arabella, foco misógino del autor, es el retrato de la mujer despiadada y práctica, con unos detalles de crueldad que asustan. Sin embargo, no tardará Jude en encontrarse en el camino con su otra mitad espiritual, su prima Sue: será éste el único amor, fundado en el intelecto y en las mismas aspiraciones, el verdadero eje central de la historia, el que impulsará a Jude a luchar por estar junto a su alma gemela: frente a las leyes civiles una ley natural que las gobierne (tesis del novelista). Hardy se atreve así en 1896 a tratar tabúes y a combatir con una novela moral los males de una sociedad en crisis, donde empieza a cuestionarse el moralismo victoriano.
En el prólogo, Rodríguez Rivero, nos habla de la diferencia que establece Javier Marías entre los novelistas-mapa, con tema y estructura fijos y con un final buscado, de los novelistas-brújula que desarrollan el tema, con la plena incertidumbre de por dónde les puede conducir su historia. Thomas Hardy pertenece al primer modelo, y quizás ese rasgo haga que, con frecuencia, el autor hable como un ventrílocuo a través de sus personajes, lo que por otra parte le lleva, a repetirse con cierta perseverancia, transmitiendo al lector la sensación de dominio y de fatalidad absoluta. Pero pensamos que eso forma parte de su estilo. Su habilidad reside en la sucesión meditada de las escenas (constituyendo un conjunto orgánico y dramáticamente eficaz), y su correspondencia con un momento de hondura reflexiva y de cambio en el héroe que podríamos llamar progresión interna. Hardy consigue emocionar y aburrir (supera con creces lo primero). Y logra que la historia nos interese por lo que cuenta y por cómo lo cuenta a través de un personaje que cobra vida no sólo con lo que hace, sino con lo que se ve obligado a hacer. También ayudan las pequeñas historias que orbitan, se amoldan y ofrecen un complejo escenario muchas veces desolador: el paisaje moral se va convirtiendo así en una fábula trágica.
Jude el oscuro
es una metáfora del amor y de la lucha contra las convenciones, pero también de la fidelidad que uno mismo contrae con su escala de valores y con sus propias ideas. Y eso en literatura, como reflejo de la realidad, no suele acabar en un final feliz. Quizás porque el final feliz no exista, salvo como consuelo pueril. Quizás porque ese final hay que construirlo diariamente, con coherencia, responsabilidad y entrega. Thomas Hardy nos da una lección (ya se la dio a la sociedad de su época) y nos advierte cuál es el precio por ser uno mismo. O al menos por intentarlo.

Óscar Hernández

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