martes, 22 de diciembre de 2009

el caso murakami


El fin del mundo y Un despiadado país de las maravillas

Haruki Murakami
Barcelona Tusquets 2009
484 pág.





Dos formas tiene Murakami de presentarse al lector: como inventor de mundos paralelos y cruzados, o como un aventurero de las relaciones humanas, de sus nostalgias, de sus miedos, fantasmas, aciertos...Y como las divisiones siempre suelen falsear el objeto, en sus obras, no en todas, suele haber algo de los dos formatos. Quizás haya más relevancia de uno que de otro. Por ejemplo, en Kafka en la orilla y en La crónica... predomina la introducción de lo sobrenatural, lo fantástico en lo cotidiano. Sin embargo en Tokio Blues y en Al sur de la frontera... no hay presencia de estas invocaciones a la imaginación, importa más la memoria, la adolescencia, lo que somos y la cuota de traición que reside en esa realidad. Lo que nos da que pensar que el planteamiento de lo extraordinario es un recurso que refuerza aquello que nos constituye, tan abstracto y que da para tantos libros.
Creémos que esto último es lo que sucede en esta obra, que ahora se edita en España, pero cuya redacción data de mediados de los 80'. La bifurcación y el paralelismo son recurrentes, en esos dos mundos en apariencia distintos y autónomos. El fin del mundo y Un despiadado país de las maravillas, se complementan y se necesitan, uno supone la conciencia del personaje, el otro su frontera, su oportunidad, su fracaso.
Pero cansa y aburre. Si fuera la primera novela que leémos, sería sorprendente, y nos quedaríamos con ganas de más. Ocurre que la historia da para un cuento pero no para dos, y por supuesto no para una novela. Lo que comienza siendo una apuesta sorprendente, se desarrolla en una prolija descripción de los sucesos y de nulas reacciones. Es en las últimas 80 páginas donde reside la sustancia del relato, esto significa que por momentos es previsible, y que no nos convence la humanidad en el protagonista, o la falta de ella. Éste es un personaje en busca de su corazón, de acuerdo, pero para qué entonces tanta informática, neurociencia y cuento moralista. Nos quedamos con la recreación del fin del mundo, por su lirismo y sus aciertos descriptivos (el guardian, la muralla, la biblioteca, el oficio de lector de sueños, los unicornios, las sombras, el bosque) y con la escena del coche donde escucha a Bob Dylan, en la que por fin nuestro héroe se descubre como lo que es, un soñador muerto de miedo, por la vida, por su desconcierto, por sus 35 años, enmarcado en un presente deshumanizado y científicamente cruel, donde impera la soledad y la distinción de clases, un mundo hostil lleno de peligros. Por otro lado, las referencias literarias y cinematográficas nos dan las claves del propio autor y de sus influencias: occidentalizado, amante de la música y de la literatura de entre siglos (Hardy, Conrad sobre todo en esta novela) pero no ayudan al argumento, lo adornan, igual que las insulsas (a veces demasiado) reflexiones del personaje-narrador. Los personajes resultan acartonados, sus progresiones responden a la trama (más bien al plan fijo) y no al propio conflicto, a su desarrollo psicológico, que es, suponemos, lo que pretende el autor ( algo así como: miren lo que le ocurre a mi héroe cuando lo pongo en esta tesitura, la huida se sistematiza pero...) Y bueno, este pero es el que salva desde nuestro punto de vista a la historia y al héroe, pero como opción moral, como elección fruto del aprendizaje y de su propia voluntad, quizás por eso nos parece más relevante que sus actitudes contengan un motor espontáneo, de su misma disparidad, pero no de un azar programado, un inventario que no conduce a nada aunque lo pretenda. Y llegamos a la enseñanza: es más importante adentrarse en el bosque que quedarse en la ciudad amurallada (lo contrario de la película de Shyamalan)
Hay, además, momentos de verdadero placer, de sorpresa aniñada, de encanto plástico e intelectual. Y es que Murakami tiene la habilidad de captar al lector, prometiéndole siempre una página más donde seguir construyendo a partir de la metáfora y de la imaginación su propio caso, su propia conciencia.

Óscar Hernández

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